FRAY  MAMERTO  ESQUIU

 

Nació en Catamarca, el 11 de mayo de 1826, el día de san Mamerto, obispo de una diócesis de Francia. A los ocho años ingresó en la clase de latinidad del colegio San Francisco de su ciudad natal, el centro intelectual más destacado del noroeste, pues allí se habían refugiado los religiosos agustinos recoletos cuando se vieron obligados a abandonar Buenos Aires.

Estudió filosofía durante dos años y posteriormente entró en el noviciado, donde estudió teología, derecho civil, canónico, matemáticas e historia. Fue ordenado sacerdote a los veinte años por el obispo de San Juan.

 

Desde muy joven fue destinado a la enseñanza, tanto en la escuela de primeras letras como en las cátedras de filosofía y de teología.

Introdujo varias reformas en la enseñanza, tales como la adopción de textos modernos de filosofía, la eliminación de los castigos corporales que fueron sustituídos por la amonestación del profesor, y el agregado de gramática castellana y geografía en los planes de estudio.

El prestigio de Esquiú se extendió a toda la provincia, no solo en cuanto a su desempeño docente, sino también por sus condiciones admirables de predicador.

 

Por ese motivo, la autoridad religiosa le confió la homilía para la ceremonia del juramento de la Constitución de 1853, que por orden del general Urquiza debía realizarse el 9 de julio de ese mismo año.

Los artículos referentes a la libertad de culto y a las relaciones entre Iglesia y Estado generaron resistencias en núcleos católicos, particularmente en las provincias del norte. Por eso en su homilía hizo un llamado a todos los argentinos para que obedecieran a la Carta Magna tal como estaba redactada, porque era imperioso que entrara en vigencia una ley común que defendiera a los ciudadanos de los excesos del poder y de la voluntad omnímoda de los gobernantes.

Posteriormente, en otra homilía pronunciada al año siguiente, bendijo la instalación de las primeras autoridades federales de la Confederación Argentina cuando Urquiza asumió la presidencia.

 

La influencia de estas dos disertaciones fue tan apreciable que el gobierno nacional decidió que sus palabras fueran impresas para ser enviadas a todas las autoridades civiles y eclesiásticas de la Confederación.

Interviene para redactar la constitución provincial de 1855 y es elegido legislador en su provincia. Sin descanso prosigue su obra de predicador, docente y periodista.

 

En 1862 se aleja rumbo a Bolivia, donde encuentra el aislamiento del mundo en el convento de Tarija, tratando de hallar la perfección ascética. Se reprochaba a sí mismo una intervención demasiado apasionada en las cosas terrenas, una fama cada vez mayor que no le permitía la vida de humildad y renunciamiento de San Francisco de Asís.

También lo abatía por aquel entonces la congoja de su patria dividida y la pugna entre los bandos adversarios. Triunfante Buenos Aires en la guerra contra la Confederación, Mitre asume la presidencia. Catamarca, como otras provincias, vio caer a sus autoridades y fue presa de graves divisiones políticas.

Dos años permaneció en Tarija, en el apartado convento donde pudo entregarse a la meditación y a la lectura de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia.

 

Pronto la vida activa lo reclama nuevamente. Por orden superior, en 1865 es enviado a Sucre, donde se encarga de la cátedra de teología en el Seminario Conciliar Metropolitano. Paralelamente fundó el periódico “El Cruzado” que redactó durante cuatro años. Sus artículos eran comentados por gran parte de la prensa americana.

 

Y en estas circunstancias, cuando su nombre era conocido vastamente fuera de su país, recibe la noticia de su designación para arzobispo de Buenos Aires, por decreto del presidente Sarmiento, en 1872.

Renuncia el padre Esquiú por considerarse indigno del episcopado, en una carta dirigida al ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, Nicolás Avellaneda. Para evitar que se insistiera en el nombramiento, decide alejarse aun más de su patria y se dirige a Perú y Ecuador.

 

En 1875 regresó a Catamarca con el objeto de visitar a sus hermanas antes de emprender viaje a Tierra Santa. Se embarca para Roma, de donde continúa viaje a Jerusalén. Aquí se consagra a la oración y a la predicación. Su aspiración era permanecer en Jerusalén hasta el fin de su vida, dedicado a la custodia de los Santos Lugares, encomendada a los hermanos de su congregación desde los últimos siglos de la Edad Media, pero le es ordenado el regreso a Argentina en 1878.

 

Al llegar a Catamarca, se encuentra con una carta en la que se le comunica haber sido designado obispo de Córdoba, cargo al que renuncia como lo hiciera con el arzobispado de Buenos Aires.

Sin embargo, en esta oportunidad, la renuncia no fue tenida en cuenta porque la terna había sido enviada a Roma y el Santo Padre aprobaba su nombramiento.

Fue consagrado obispo en diciembre de 1880. No se dará tregua en una incansable predicación, en las prácticas de piedad, en las visitas a toda la diócesis y en la atención de los fieles, cualquiera que fuese la hora en que lo buscaban para la confesión, el consejo o la ayuda material. Su casa era la casa de los pobres. Todo su haber era repartido entre los menesterosos, dejando únicamente lo necesario para una alimentación frugal y una existencia modestísima.

La obra en la cual su caridad y su abnegación apostólica alcanza los extremos de la santidad es en las misiones que realizó a través de gran parte de Córdoba y de las provincias vecinas. Además de administrar la confirmación y de confesar a la par de los sacerdotes que lo acompañaban, predicaba una, dos y tres veces al día.

Su energía e agotó después de una visita a La Rioja y durante dos días sufrió un intenso malestar que lo fue postrando poco a poco. Falleció el 10 enero 1883 en su provincia natal, a los cincuenta y seis años.


Por Gerardo Celemín